18/8/08

Días de playa.

¡No vuelvo a ir a Benidorm!.

Hola a todas:

Cuando uno es tan gilipollas de no irse de vacaciones en Agosto (aunque sea dos diitas) para mojarse el culo se ve abocado a la tristeza del bañista de interior: las piscinas (publicas si eres del Sur) y los pantanos. ¿Qué pinta peor? Las piscinas con su resacoso socorrista, kiss FM, las señoras evitando mojarse la permanente y los dobles mortales hacia atrás. Los pantanos con la hamaca y la tortilla, los pijos en lancha, el olor del pinar a 35ºC y, de nuevo, los dobles mortales hacia atrás (esta vez desde el patín de agua).

Y como soy gilipollas, pues la semana pasada traté de sobrellevar el calor agostino y madrileño haciendo doblete, un día un pantano, otro una piscina (de la universidad). Pero con la intenresantísima novedad de estrenar gafas de sol graduadas. Los últimos 18 veranos venía luciendo la misma joyita, con grandes virtudes para mis pupilas (cubrían el ángulo completo de visión) y para mi economía (a más de cien euros el cristal, sin ningún extra, no encontraba el momento). Pero causando problemas a mi estética (porque esas gafas le sentaron bien a Cobra y a George Michael, pero en el91) y a mis cristalinos (porque fueron graduadas en el 89). Las nuevas gafas, estilo Blues Brother, no mejoran la estética porque la economía llegó a una tregua con las pupilas, a cambio de que el cristalino viviese más tranquilo. Vamos, que no me tapan del todo la luz del sol, pero a cambio vuelvo a ver nítidamente. Total, que he redescubierto, 15 años después, a las tías buenas y a los tíos buenos.

También, por cierto, respecto a la última vez que vi bien con gafas de sol, he estrenado 10 kilos nuevos. De lastre puro, sí: me ahogaba al largo (yo, que de joven fui socorrista... yo, que de joven crucé el pantano de San Juan a nado...).

Combinamos los tíos y las tías buenas con mi panza y tenemos a un patético: el ridículo que mete tripa.

No se si me daba vergüenza por las chicas, que probablemente ni eran conscientes de mi existencia, o por los chicos, que tampoco. Y, sin embargo, pasé un rato preocupado porque ellas no me viesen y porque ellos me llegasen a ver y tomaran conciencia de su esbeltez en comparación. Aún recuerdo grandes iconos piscineros de mi adolescencia, esos focos de mofa que tantos chistes motivaron: El hombre de los pelos en la espalda, a sus sesenta años, dorada panza por delante, gorila de espalda plateada por detrás. O el hombre del moreno y las flexiones, 50 añazos, doce largos, cincuenta flexiones de brazos, tratando de recuperarse de varios meses de hospital. Me he acordado de ellos hoy, porque he descubierto que, seguramente se sabían ridículos a nuestros ojos, y aun así siguieron en sus trece, yendo a su piscina, a disfrutar del sol, la lectura y las risas de los adolescentes. No como yo, que me he amilanado.

Por supuesto que mi situación no es tan notoria, no llamo tanto la atención. Solo soy un treintañero con sobrepeso y gafas nuevas, que intenta pasar desapercibido. ¿Por qué? Ni idea… vanidad estúpida e inconsciente, del que quiere comparar 17 con 32. Es una idiotez sufrir porque ellas no me vayan a mirar (en realidad son niñas), y porque a ellos no me pueda parecer. Y, aun consciente de lo inmaduro de mi pudor, me dejé llevar por el miedo y la tentación de convertirme en el hombre de la barra del bar, ese que mira a los muchachos y las muchachas acodado, disfrutando de su belleza, mi cerveza y mi sensación de estar por encima de todo eso.

Ya ven, primer contacto con el agua y primera negación de mi realidad: no me gusta lo que parezco (un señor gordo). Peor aún: no es solo que no me guste (que nos puede pasar a todos), sino que delante de la juventud me avergüenza. Vaya sermón que me he autodispensado, acodado en la barra: Que triste, que patético, que superficial. Que falta de personalidad, de seguridad en mi mismo, de sentido.

Así que mientras me duchaba, avergonzado de mi vergüenza, he desarrollado cuatro sensatísimos y saludables objetivos: 1) Mañana volveré, y pasado, y al otro... no orgulloso de mi aspecto físico, pero tampoco avergonzado. 2) Si mi aspecto físico me supone un problema, quizá debería cambiar mi manera de mirarme o, bien, cambiar mi aspecto -aunque lo más sano es lo primero- Aunque sólo me perturbe cuando estoy semidesnudo delante de jovenes semidesnudos (no es una situación tan infrecuente). 3) Dejar de pensar en lo que piensan los/las veinteañeros piscineros... la juventud no es necesariamente una virtud, ni siquiera un referente estético (aunque la condena que supone desear cuerpos jóvenes nos hace pensar lo contrario). 4) Volver a nadar con fluidez... ya no por mi aspecto físico, sino por mi salud y, lo que es más importante, mi orgullo adolescente encerrado en 102kg. 5) Poner en un altar a los señores que iban a la piscina, pese a que nosotros nos rieramos de ellos... quizá para ellos no entrañaba ningun valor, pero aún así, lo tiene (el no temer lo que digan los demas).

Total, que las gafas nuevas me han servido para ver y desear lo que, seguramente, no está ya a mi alcance. Y, tras verlo, desearlo, compararlo y avergonzarme por no tenerlo, he decidido defender mi decadencia como una forma de existencia tan valiosa o más que la puramente estética. Lo feo existe, está ahí, se sabe feo y diferente y marciano, pero ahí sigue. Y va a seguir estando. Porque va a hacer ejercicio para prolongar su vida no estética lo más posible...

Resumiendo, que si un largo tiene 50 metros, dos kilometros y medio son como... ¿50?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Mate tripa. Y hazte más pajas, viejo verde.

Es lo que hacemos todos.