20/4/08

Veinte de abril del noventa.

Hola chata: ¿Cómo estás?

Hola a todas:

Desde que nació este blog supe que hoy colgaría una entrada. Hoy y el siete de septiembre. Es tan obligatorio como llamar al 3692230.

Y como en esa mierda de canción, vamos a hablar un poco del pasado. En concreto, del 20 de abril del 90.

Pero, antes de nada, una felicitación. Si alguna de ustedes vino al mundo tal día como hoy en 1990, enhorabuena. Hoy pasa a ser considerada legalmente adulta. Aprovecho y le/me informo de que yo, esta vez sí, podría ser su padre. Literalmente Lo cual es bastante deprimente, creo.

Bueno, a lo que iba: ¿Dónde estabas tú en el 90? En concreto, el veinte de abril…. No se acuerdan. Lo entiendo, no es nada fácil.

Sin embargo, yo lo se. ¿Por qué? Porque era un niño, no tan niño, bastante gilipuertas/empollón. Que cuando se cayó el muro (el de Berlín), aparte de guardar recortes de El Sol y El Mundo sobre tal evento, se creyó a pies juntillas que el mundo (el planeta, no el periódico) iba a transformarse radicalmente. Luego, claro, no fue para tanto. Por eso empecé un cuaderno en el que anotaba al principio como cambiaba el mundo, luego como cambiaba mi vida y al final absolutas idioteces. No es un diario, porque no hacía meditaciones ni filosofías... sólo escuetas anotaciones, datos (por pereza, como no).

Por eso puedo saber, a día de hoy, con bastante exactitud, cuantos viernes pasé en el BK en el segundo semestre de octavo. Y las notas que saqué en los exámenes. Y la comida del día de mi cumpleaños (espárragos y rollo de carne picada). Y de casi todos los demás días (por eso se que mi gordura no se debe a una dieta desequilibrada, sino a excesos cometidos contra una bastante equilibrada).

¿Qué hice el 20 de abril? Pues les cuento lo que está reseñado:

Primero, dos pajas.
Segundo, tuvimos gimnasia de tres a cuatro.
Tercero, era viernes... e íbamos a jugar una partidilla de rol en casa (sí, terriblemente terrible).
Cuarto, estaba peleado con el tipo que ahora me hospeda, por disputas sobre un trabajo que teníamos que entregar en sociales (al final yo hice un trabajo sobre la guerra civil y él sobre la mundial, o al revés). No recojo los motivos exactos.
Cinco, el día anterior, según salimos de judo, confesé al más rubio de mis mejores amigos que estaba enamorado de una (moza) de mi pueblo, con la que había hecho por coincidir durante la recién concluida semana santa (que fue como las anteriores, de bici, torrijas y recogida de cardillos con un suplemento de dos procesiones, pa pegar hilo con tal moza). Estaba enamorado de ella desde hacía varios veranos, y varios más me duró la tontuna. Recuerdo muy bien, en este sentido, el anterior (el del 89), con su “Gimme hope Jo’anna”, su “culpa fue del chachachá”, su “a bailar, a bailar” y sus conatos de frotarse en la lambada... el despertar de la carne.

Desde luego, una vida interesantísima la de los trece años.

En fin, el idiota del Cifuentes echaba de menos el pasado en la canción. No sólo él, todos de cuando en cuando echamos de menos el pasado. Ustedes, yo, mi pescadera... porque la memoria lo maquilla en dulce. Y ahora viene lo de los experimentos: siempre me han fascinado los trabajos sobre la memoria en la que uno no recuerda, p ej, aquel año de balance económico funesto... O aquellos en que le dan un ligero shock eléctrico a una rata en el momento de “recordar” una tarea muy asentada y la pobre la olvida (se acabó la comida al bajar la palanquita). La memoria se modifica cada vez que la usamos... pero eso para otra vez. Ahora vamos con lo de echar de menos el pasado.

La nostalgia está bien, pero con cautela (lo dice uno que subtitula con canciones de antesdeayer).

Porque respecto al como miran al pasado podemos distinguir dos clases de personas. La gente que cree que lo mejor de su vida ya ha pasado y la que aún cree en el futuro y piensa que lo bueno está por venir. Esta sensación, me parece, cambia a las personas. Implica una serie de comportamientos y actitudes que afectan más que ninguna otra creencia a cómo vivimos. Desde luego uno tiende a pasar del segundo al primer grupo según envejece... es muy fácil que la vida te depare aún grandes cosas cuando tienes trece. Y, sobre todo, es muy fácil que te lo creas.

A mi me parece que lo mejor sería no dejar de ser de los que miran al mañana creyendo que nos depara algo maravilloso. Y no hablo del piterpanismo, eh, no me refiero a seguir viviendo como si el tiempo se hubiese detenido. A lo que me refiero es a dejar que la vida continúe, con sus hipotecas, su curro rutinario y su polvo bisemanal. Pero dando una oportunidad a mañana de ser mejor: ¡No se vayan todavía, que aún hay más!

La vida no lo pone fácil. Pero yo intento esforzarme en no mirar atrás con demasiada añoranza, porque hacerlo es empezar a rellenar la solicitud del geriátrico. Así que mi recomendación hoy es que no se caigan en el "cualquier tiempo pasado fue mejor". Que esos son muy coñazo en las conversaciones.

Aprovecho, además, para pedir que olviden esa canción. O al menos, no la tarareen. Sustitúyanla por “Sólo se vive una vez”, otro gran éxito de aquella época.

O, mejor, por “Los amigos de mis amigas son mis amigos” (vaya lío, sí).

18/4/08

Casarse en el XIX.

Me he comprado un piso, un coche japonés… y aunque tengo todo no me siento bien.

Hola a todas:

La universidad de Cambridge ha tenido a bien publicar muchos de los documentos que dejó Charles Darwin en su página web. Hay, claro, cosas interesantes (nada revelador, más bien curiosidades a estas alturas) en las que indagar. Pero ha llamado mucho la atención un listado de los pros y los contras sobre el matrimonio que Darwin redactó con 28 años, recién vuelto de un viajecito a Sudamérica. Parece una de esas listas de “qué hacer antes de los 30”. Tan naive y tan simple como la que podía haber redactado yo. O alguna de ustedes. Eso sí, al final el hombre se casó y trajo un buen puñado de hijos al mundo (bueno, su mujer/prima hizo casi todo)

Entre los pros están las siguientes poderosas razones:
- se pierde la libertad para ir donde a uno le plazca (p.ej. a las islas Galápagos)
- también se pierde uno grandes conversaciones con hombres brillantes en los clubs
- hay que visitar a parientes (de ella, se entiende)
- los gastos y los problemas que provocan los niños
- hay discusiones, muchas veces por fruslerías
- se pierde mucho tiempo
- uno no puede uno leer por las noches (bueno, esto es una pega según el por qué)
- se engorda (sin casarse también, me temo)
- genera ansiedad y responsabilidades
- se tiene menos dinero para comprar libros

Y a favor del matrimonio, tenemos lo siguiente:
- tener niños (que salen caros, sí, pero son divertidos)
- la compañía constante, sobre todo cuando uno llega a viejo
- tener un ser amado con el que uno puede jugar (mucho mejor que un perro, y esto lo dijo él)

Resumiendo: en lo malo, la pérdida de independencia y de libertad de acción (para leer, viajar o ir a los bares). Y en lo bueno, terminar con la soledad (con hijos y con perros).

¿No es por esto que no nos casamos hasta los 29,6? (31,8 nosotros)
¿Ni por lo que no nos reproducimos hasta los 29,3?
¿Ni por lo que vivimos con nuestros padres hasta los 31,3?

Razones para el XIX y para el XXI.

13/4/08

¿Libres?

No hay condiciones a mi libertad, hago cuanto quiero con facilidad.

Hola a todas:

Sí, otra vez con lo mismo.

La última vez era “la libertad gusta, pero jode”. Y “quizá me sería más fácil buscar canicas de colores entre toneladas de mierda que en tarros de canicas”. Y “la libertad está sobrevalorada, en relación, al menos, con la felicidad”.

Me va a entretener mucho más lo de hoy. Y es que alguien, que no sabe leer muy bien, anda diciendo que la ciencia se está acercando a negar el libre albedrío. O, al menos, a ponerlo en entredicho.

Todo viene por aquello de que las áreas del cerebro responsables de ejecutar una decisión se activan bastante antes de que el individuo pueda declarar haber decidido. Es decir, que la decisión está tomada antes de que el individuo sea consciente de ello.
No se por que ha sido tan sorprendente para algunos, cuando los experimentos de Libet ya nos decían a principio de los 80. Sin TAC, pero con electrodos, que viene a ser lo mismo (detectando actividad no autorizada en el cortex prefrontal… ¿abrimos fuego?).

El por qué se puso tan en entredicho entonces, en general, y por qué resulta tan impactante ahora es (ahorrándonos justificaciones tecnológicas) porque hemos heredado, del catolicismo y de Descartes (por poner dos ejemplos), una separación clara entre cuerpo y conciencia (antes conocida como alma). Y todo lo que lo contradice nos asombra/molesta.
La verdad es que Descartes, San Agustín y todos los que publicitan esa dualidad no dicen nada que no creamos, en mayor o menor medida, cada uno de nosotros. Y es que lo que sentimos que somos, lo que mejor percibimos, nuestro “alma”, nuestro mundo interior, nos parece muy diferente de nuestro cuerpo, que, a su vez, no parece muy diferente al resto de los cuerpos.

Por eso nos cuesta admitir, a veces, que las hormonas determinen nuestras acciones, que las enfermedades psicológicas son tan enfermedad como pueda ser la úlcera de estómago o la falta de voluntad para dejar de fumar. Porque nos parece que son dos cosas separadas, nuestro mundo interior y nuestro cuerpo. Como digo, creerlo así es un modo, a su vez, de separarnos del resto del mundo “físico”… de los perros, los paraguas y las albóndigas con tomate. Eso está ahí, y una dimensión de mi persona también está con ellos. Pero otra parte de mi mismo, la “importante”, la más “valiosa”, es claramente distinta.

En fin, para mí no hay duda: el alma es una chorrada. Nuestro cuerpo es lo que somos, ni más ni menos. Y nuestro “espíritu” emana de él, como la saliva o los suspiros. Y este descubrimiento (o, mejor, esta confirmación) no hace más que ahondar en el asunto, demostrarnos que el cuerpo “decide” antes de que el alma pueda abrir la boca.

Por otro lado, estos experimentos no niegan el libre albedrío. Sólo niega la conciencia del libre albedrío. Es decir, lo matizan: la decisión la tomo igualmente yo, pero no soy consciente del proceso mientras la decisión se toma. Lo soy un poco después.
La primera divertida consecuencia de esto es pensar que los argumentos, cuando externos (lo que me dice mi abuela, mi jefe o el psiquiatra) se introducen en el proceso de toma de decisiones cuando, posiblemente, la decisión ya está tomada. Claro que se puede reiniciar el proceso otra vez, y tomar una nueva decisión considerando los nuevos puntos de vista… pero la introducción de argumentos nuevos siempre tiene cierto simpático retraso que deja huecos a la “imposibilidad de impedir”. Sobre todo si la decisión es “de acción” o, dicho de otro modo, imposible de corregir una vez tomada. Como un beso espontaneo o una puñalada entre la tercera y la cuarta costilla. Tú ve hablando… que yo ya estoy en ello.

También me divierte pensar si todas nuestras decisiones no serán más que “racionalización”: yo hago esto (ligar con tu amiga, comprarme un coche nuevo, disparar a quemarropa) porque “me lo pide el cuerpo”. Y, mientras tanto, mi conciencia ya me/se busca unas razones: que si la relación ya la ha dinamitado ella, que si consume mucho, que si nos iban a delatar…

En cualquier caso, que nadie se agarre a que no puede elegir para justificar(se) su sufrida vida. Este lapsus entre elegir y saber qué elijo no imposibilita tomar decisiones. Todos podemos elegir. Incluso los que elegimos “no tener que elegir”.

Y ya les dejo, disfrutando de mi libertad, esa que a veces satisface, a veces aburre y a veces duele. Ya me empiezo a creer que necesito un punto fijo, un suelo, un objetivo claro. Un puntito de gravedad... un jefe y una novia que me roben tiempo, como dicen los demás que les pasa. Algo a lo que culpar de mis avatares, de mi atareada vida. Que signifiquen algo contra lo que pelear o a lo que complacer. Y que me hagan volver a respetar lo que es obligatorio, lo común. O acabare lunes, martes y demás al sol...

Y es que, como decíamos ayer, la libertad hace poco más que libre. O, mejor dicho, me hace poco más que libre.

También soy buen ejemplo de que pensar demasiado en el sentido de las cosas que uno hace y quiere y por qué uno las hace y las quiere suele tener consecuencias grises, que enturbian, que quitan las ganas.
Se exprime uno el cerebro intentando entender y el resultado es, al final, tan banal, tan deprimentemente común, tan biológico...

Porque, si somos cuerpo… ¿qué cojones espero yo que me pida el cuerpo?

Pues lo que necesitan todos los cuerpos.

4/4/08

La libertad os hará.... ¿libres?

Nada que me ate, para siempre en libertad.

Hola a todas:

Afirmación valiente y gratuita: Soy la persona más dueña de su tiempo que conozco.

No más que un jubileta de los que decoran las obras, o que un multimillonario que viva de las rentas (pero no de los que dirigen corporaciones o tienen que ir a la presentación primavera-verano de Galiano). Pero mucho.

No doy cuentas a nadie de mi trabajo, más que ante mi propio cv, y se queja poco (de momento). Ni tengo una hipoteca a la que rendir mensual tributo, ni una boca que alimentar, ni que ver los sábados a las amigas de mi novia.
No siento obligaciones, porque he perdido el respeto a las mías (a las mías y a las de todos: al trabajo, al dinero, a la decencia….)
De cada dia casi todo mi tiempo es mío, que es lo que siempre he buscado, lo que siempre he querido. Pa no morirme pensando “qué de tiempo he malgastado” sino “qué de tiempo me dio la gana malgastar”.
El merito no es solo mío, no crean. Mis exnovias también han hecho bastante por la causa.


Tan libre…


Y saben lo que hago con mi tiempo: pues ordinarieces como ver la tele (Studio 60 es una gran serie), leer novelas rollo "intelectual" y reprocharme a mi mismo esta inercia. E intentar echar un polvo (otro). Todo sea dicho.

Vamos, que no soy más feliz que ustedes. Ni menos.

Lo que me trae a la cabeza una conversación muy poco grata que disputé hará un año, que versaba sobre temas completamente ajenos a este post, pero en el que dimos muchas vueltas a lo siguiente: a los occidentales nos parece que no hay felicidad sin libertad.

Yo estaba en el bando del sí. En el “se puede ser feliz no siendo libre”. En el “las decisiones tomadas con completa libertad no nos hacen, necesariamente, más felices que las que nos vienen dadas”. Aunque casi todo nos creemos que elegir es imprescindible, que no se puede ser feliz cuando no hay libertad (esto es, la libertad como condición necesaria, aunque no suficiente, para ser feliz).

Mucho menos me creo, porque es menos creíble, que la libertad HACE feliz. Casi me atrevo a decir que más bien al contrario: los experimentos que la psicología experimental ha hecho sobre el tema nos muestran que cuando a alguien se le da la opción de elegir libremente cada día, sin que tenga mayores consecuencias, no puede dejar de pensar en ella, no da la situación por concluida... y eso le hace infeliz (genera estrés, tensión, y ocupa mucho hueco en la cabeza). Y eso que la decisión que toman es una chorrada, como el cambiar el marco de una foto o el color de un coche. Imaginen libertad total para cosas más graves, como cuantas horas trabajar al día, decidiéndolo cada día, o si vivir en Santander o en Oviedo, decidiéndolo cada semana.

Y es que ser libre es como las canciones del verano: una alegra, diez provocan el vaciado del local. Elegir en completa libertad, sin tener que pensar en las consecuencias, da dolor de cabeza.

No necesito la psicología experimental para que me diga eso. Ya lo vivo yo tarde a tarde, viendo a Chandler no haciendo de Chandler. Ahogado en dudas y, a la vez, contento de estarme ahogando.

Así que no se engañen, tener más libertad no les haría más felices… necesariamente.