21/3/08

Mi pasado me condena.

Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.

Hola a todas:

Hoy es viernes santo. Es una vergüenza, pero no recuerdo si hoy murió Jesucristo, hoy le enterraron, hoy resucito u hoy se lavó las manos Don Poncio. Una vergüenza solamente por el dineral que mis padres se gastaron en añadir a mi cv doce (se dice pronto) cursos de religión, año tras año, pradrenuestro tras padrenuestro. Es lo que tiene la información arbitraria: cuando dos conceptos se unen sin lógica ninguna es fácil que se borren de la memoria (aunque algunos también perduran inútilmente, como la lista de las preposiciones castellanas, incluida so, o el "clavelitos").

Sea como fuere, hoy es día de sufrir. No tanto por lo que pasó (o dicen que pasó) hace veinte siglos, sino porque la semana santa en Madrid es garantía de soledad total. Al contrario que en navidad, que cuando vuelves las autoridades ponen las calles y tu casa abarrotadas, ahora sólo te reciben soleadas avenidas vacías, torrijas a tres euros en las pastelerías y muchos sitios para aparcar.

La soledad hace pensar. Y a mi me suele dar por pensar en pasado.

La verdad es que este post (el título y la canción subyacente) no lo había pensado para referirlo a mí. La idea era hablar de lo siguiente: aunque corrijas las razones que una mujer sostuvo para explicarte (y explicarse) por qué te dejaba, eso no tiene ABSOLUTAMENTE NADA que ver con que esa mujer quiera volver contigo. Es decir, al pasado no se puede volver. No hay marcha atrás. Cuando dos países desarrollan armamento nuclear la solución a la tensión nunca es desarmarse, nunca es volver al estado anterior. Siempre es dar un paso adelante, crear satélites antimisiles, muros de xenofobia y patriotismo o confusos tratados de desarme parcial.

Hoy es hoy, y ayer ya no es (ni será) nada.

Pero, al final, el post va a ser para mí. No sobre mujeres, sí sobre vueltas al pasado.

He vuelto, circunstancialmente, a Madrid. Madrid es muchos sitios, entre otros mi universidad. Y me está resultado más desagradable que agradable. Y es una sensación que no esperaba (esperaba encontrarla tan acogedora como vive en mi recuerdo). Lo bueno es que he encontrado la fuente del desasosiego: mi yo del pasado, lo que él fue, las sensaciones e ideas que dejó. Tras tantos años en esta institución me han (se ha) creado un rol, un papel, mediante el cual los demás me comprenden y al que yo me adapto.

Pero el traje ya no me gusta. En algunos sitios me tira, a punto de estallar. En otros está dado de sí, me tapa cosas que necesito que se vean. Pero lo que más jode es los sitios en que se ha quedado corto, las vergüenzas que ya no es capaz de tapar.
Aquí soy lo que fui, lo que todo el mundo sabe que era, para lo bueno y para lo malo. Y nadie ve más allá de esa imagen, gordo, afable pero irascible, inteligente y perezoso, maleducado y bienintencionado y con gafas.

Y yo ya siento que soy otra cosa. Que no todo lo que se sabe de mi se debería saber. Y que hay cosas que quiero que se sepan que nadie escucha.

Todo es culpa mía, lo se.
Bueno, mía no. De mi yo del pasado.

No quiero ser más lo que fui. No quiero volver a amoldarme a ese traje. Aunque en el fui muy feliz mucho tiempo. Pero hasta que me lo he quitado no me he dado cuenta lo incomodo que estaba y lo mal que me sentaba. Así que lo colgué, lo lavé y lo puse a ventilar. Pero ni por esas. Nadie ve más allá de lo que han venido viendo doce años.

Por primera vez entiendo esa satisfacción norteamericana de volver a empezar, de poder inventarte de nuevo, de mentir a los demás y ti mismo tanto como quieras o te permita tu personalidad.

Claro que no soy tan distinto a lo que fui. Evidentemente. Nada cambia tan rápido. Pero lo que más se nos parece es lo que más se odia: a tu hermano dos años menor. Como se odian serbios y montenegrescos. O la Esteban y la Campanario.

En fin, que volver ha sido una estupidez. Estupidez que, por otro lado, se volverá a repetir.

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