13/4/08

¿Libres?

No hay condiciones a mi libertad, hago cuanto quiero con facilidad.

Hola a todas:

Sí, otra vez con lo mismo.

La última vez era “la libertad gusta, pero jode”. Y “quizá me sería más fácil buscar canicas de colores entre toneladas de mierda que en tarros de canicas”. Y “la libertad está sobrevalorada, en relación, al menos, con la felicidad”.

Me va a entretener mucho más lo de hoy. Y es que alguien, que no sabe leer muy bien, anda diciendo que la ciencia se está acercando a negar el libre albedrío. O, al menos, a ponerlo en entredicho.

Todo viene por aquello de que las áreas del cerebro responsables de ejecutar una decisión se activan bastante antes de que el individuo pueda declarar haber decidido. Es decir, que la decisión está tomada antes de que el individuo sea consciente de ello.
No se por que ha sido tan sorprendente para algunos, cuando los experimentos de Libet ya nos decían a principio de los 80. Sin TAC, pero con electrodos, que viene a ser lo mismo (detectando actividad no autorizada en el cortex prefrontal… ¿abrimos fuego?).

El por qué se puso tan en entredicho entonces, en general, y por qué resulta tan impactante ahora es (ahorrándonos justificaciones tecnológicas) porque hemos heredado, del catolicismo y de Descartes (por poner dos ejemplos), una separación clara entre cuerpo y conciencia (antes conocida como alma). Y todo lo que lo contradice nos asombra/molesta.
La verdad es que Descartes, San Agustín y todos los que publicitan esa dualidad no dicen nada que no creamos, en mayor o menor medida, cada uno de nosotros. Y es que lo que sentimos que somos, lo que mejor percibimos, nuestro “alma”, nuestro mundo interior, nos parece muy diferente de nuestro cuerpo, que, a su vez, no parece muy diferente al resto de los cuerpos.

Por eso nos cuesta admitir, a veces, que las hormonas determinen nuestras acciones, que las enfermedades psicológicas son tan enfermedad como pueda ser la úlcera de estómago o la falta de voluntad para dejar de fumar. Porque nos parece que son dos cosas separadas, nuestro mundo interior y nuestro cuerpo. Como digo, creerlo así es un modo, a su vez, de separarnos del resto del mundo “físico”… de los perros, los paraguas y las albóndigas con tomate. Eso está ahí, y una dimensión de mi persona también está con ellos. Pero otra parte de mi mismo, la “importante”, la más “valiosa”, es claramente distinta.

En fin, para mí no hay duda: el alma es una chorrada. Nuestro cuerpo es lo que somos, ni más ni menos. Y nuestro “espíritu” emana de él, como la saliva o los suspiros. Y este descubrimiento (o, mejor, esta confirmación) no hace más que ahondar en el asunto, demostrarnos que el cuerpo “decide” antes de que el alma pueda abrir la boca.

Por otro lado, estos experimentos no niegan el libre albedrío. Sólo niega la conciencia del libre albedrío. Es decir, lo matizan: la decisión la tomo igualmente yo, pero no soy consciente del proceso mientras la decisión se toma. Lo soy un poco después.
La primera divertida consecuencia de esto es pensar que los argumentos, cuando externos (lo que me dice mi abuela, mi jefe o el psiquiatra) se introducen en el proceso de toma de decisiones cuando, posiblemente, la decisión ya está tomada. Claro que se puede reiniciar el proceso otra vez, y tomar una nueva decisión considerando los nuevos puntos de vista… pero la introducción de argumentos nuevos siempre tiene cierto simpático retraso que deja huecos a la “imposibilidad de impedir”. Sobre todo si la decisión es “de acción” o, dicho de otro modo, imposible de corregir una vez tomada. Como un beso espontaneo o una puñalada entre la tercera y la cuarta costilla. Tú ve hablando… que yo ya estoy en ello.

También me divierte pensar si todas nuestras decisiones no serán más que “racionalización”: yo hago esto (ligar con tu amiga, comprarme un coche nuevo, disparar a quemarropa) porque “me lo pide el cuerpo”. Y, mientras tanto, mi conciencia ya me/se busca unas razones: que si la relación ya la ha dinamitado ella, que si consume mucho, que si nos iban a delatar…

En cualquier caso, que nadie se agarre a que no puede elegir para justificar(se) su sufrida vida. Este lapsus entre elegir y saber qué elijo no imposibilita tomar decisiones. Todos podemos elegir. Incluso los que elegimos “no tener que elegir”.

Y ya les dejo, disfrutando de mi libertad, esa que a veces satisface, a veces aburre y a veces duele. Ya me empiezo a creer que necesito un punto fijo, un suelo, un objetivo claro. Un puntito de gravedad... un jefe y una novia que me roben tiempo, como dicen los demás que les pasa. Algo a lo que culpar de mis avatares, de mi atareada vida. Que signifiquen algo contra lo que pelear o a lo que complacer. Y que me hagan volver a respetar lo que es obligatorio, lo común. O acabare lunes, martes y demás al sol...

Y es que, como decíamos ayer, la libertad hace poco más que libre. O, mejor dicho, me hace poco más que libre.

También soy buen ejemplo de que pensar demasiado en el sentido de las cosas que uno hace y quiere y por qué uno las hace y las quiere suele tener consecuencias grises, que enturbian, que quitan las ganas.
Se exprime uno el cerebro intentando entender y el resultado es, al final, tan banal, tan deprimentemente común, tan biológico...

Porque, si somos cuerpo… ¿qué cojones espero yo que me pida el cuerpo?

Pues lo que necesitan todos los cuerpos.

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